El tema de los migrantes y desplazados se ha vuelto tan común en nuestras conversaciones y medios de comunicación que su significado más profundo se ha perdido en un mar de eufemismos y clichés. Frecuentemente vemos titulares y escuchamos en la radio expresiones como que un extranjero al que se le dio una mano “se ha tomado el brazo”, que un forastero “mordió la mano que lo alimentó” o que un foráneo “abusó de la confianza de quien lo acogió” y cometió un acto violento, incluso asesinando a sangre fría al amable tendero de un barrio popular. Estas palabras se lanzan en las primeras horas de la mañana, impactando a trabajadores cansados de la rutina. El efecto es un temor y un odio hacia los extranjeros, una xenofobia, una aporofobia, una repulsión hacia el acento y el exilio de aquellos que caminan por los bordes de las carreteras intermunicipales. “Es el colmo: vienen a delinquir en este pobre país, que ya tiene sus propias preocupaciones”.
Es difícil creer que los antiguos griegos acogían a los extranjeros sin cuestionar quiénes eran o de dónde venían. Primero los recibían con generosidad, ofreciéndoles descanso, comida y refugio, y solo al final se atrevían a preguntar acerca de la identidad del visitante. De ahí proviene el término “filoxenia”, que se refiere al amor y acogida desinteresada hacia el forastero. Incluso si lo hacían por temor, ya que creían que el visitante podía ser una deidad errante en el mundo de los mortales, los griegos consideraban la filoxenia un acto esencial del buen ciudadano. Con el tiempo, valores como la hospitalidad y la gratuidad se han ido desvaneciendo a medida que el comercio y el materialismo desenfrenado han tomado protagonismo. Los seres humanos hemos transformado la filoxenia en su opuesto: la xenofobia.
Hoy en día, raramente alguien abriría su puerta de inmediato ante un desconocido y pocas personas permiten la entrada en su casa a alguien que profesa una fe diferente, una angustia ajena o una historia distante. Esto se debe al temor de encontrarse con la indiferencia, la desesperación o incluso la violencia que se informa en las noticias matutinas. No podemos culpar a la repulsión y al rechazo, ya que tanto el anfitrión como el visitante han cambiado y se repelen mutuamente; ambos están hechos de la misma indiferencia. La apatía es recíproca, ya que hemos perdido los valores que en el pasado eran celosamente vigilados por los antiguos dioses.
Es cierto que existen casos de abuso por parte de extranjeros, al igual que actos de violencia injustificada hacia extranjeros que no han cometido ningún delito y simplemente buscan sobrevivir. No podemos negar que los discursos difundidos por muchos medios de comunicación, aunque puedan ser veraces, están construyendo sólidas barreras que impiden la expresión de solidaridad y ayuda desinteresada. Además, la proliferación de ciertas palabras manipuladas ha excluido otros términos esenciales para construir un discurso que se oponga a la agresión. El término “filoxenia” se ha vuelto extraño, un extranjero en nuestro vocabulario contemporáneo, reemplazado por su antónimo: la xenofobia.
En un mundo donde la aversión y el rechazo son cada vez más comunes, es crucial rescatar prácticas antiguas que durante mucho tiempo ordenaron nuestro mundo. Debemos esforzarnos por reintegrar la filoxenia en nuestro lenguaje cotidiano, en un intento por equilibrar la balanza en un mundo inclinado hacia la extinción de la empatía, la fraternidad y la ayuda desinteresada.